lunes, 3 de enero de 2011

Prólogo: "1840"

Maryse West tan sólo tenía veinte años recién cumplidos. Era el deseo de los hombres y la envidia de las mujeres del pueblo. Hija del sheriff de la ciudad, se pavoneaba con sorna ante los habitantes, con una mueca de superioridad en el rostro y ansias de pecado en la entrepierna. Habíase sentado en una mecedora a las puertas de su casa cuándo un apuesto y fornido hombre, que trabajaba de mozo en la cuadra a las órdenes de su padre, captó su atención por un momento. Lo analizó con cuidado y determinación, creyendo haber encontrado una nueva presa que llevarse a la cama. Con las comisuras de los labios levemente alzadas, proyectando una pérfida sonrisa, y un irónico brillo en sus vivaces ojos verdes, se levantó y andó con paso ligero pero majestuoso hacia él, recogiéndose las faldas para evitar mancharlas con el fango de la tierra recién regada.
-Buenos días- saludó, captando sutilmente la atención del mozo, tejiendo sus redes de araña, segura de que la presa caería sin remedio.
-Buenos días, señorita West- dijo con educación, dejando los arneses en el suelo y sujetando con esmero el brocado de su caballo, que limpiaba con energía- ¿Puedo ayudarla en algo?
-Claro que sí- respondió, ya saboreando la victoria y el placer-, pero antes dime tu nombre.
-Robert, señorita- contestó vacilante.
-Ah, que bonito nombre- se relamió los labios-. Y dime, Robert, ¿tienes esposa?
-N-no, señorita.
-Perfecto, entonces, ¿no crees?- Maryse se acercó a él, ya lo tenía apresado, era totalmente suyo. Sin que el pobre hombre pudiera hacer más que sorprenderse, ella lo besó con furia, atrayéndolo hacia sí, mientras le desabotonaba la sucia y polvorienta camisa. Él, atraído por el palpitante y placentero deseo de la chica, aceptó a seguir el juego y la atrajo a la cuadra, escasos metros más allá de su posición.
Cayeron en la paja del suelo, apenas ya sin ropa y las mejillas ardiendo. Robert le levantó el vestido y la penetró con ansia, mientras una sonrisa de satisfacción surcaba los labios rojos de ella, que gemía con placer.

Maryse estaba indignada. No cabía en sí de furia y se preguntaba mil veces el porqué de esta desgracia que la tenía en vela por las noches y desesperada por las mañanas. Su abultado vientre le recordaba que todo había sido un error y que, por supuesto, no se quedaría al niño que ella tanto odiaba y que crecía en sus entrañas, haciéndola vomitar continuamente y sufriendo jaquecas odiosas.
Sin previo aviso, sintió las faldas mojadas y el suelo escurridizo a sus pies.
-¡Ana!- gritó a su sirvienta- ¡Ana! ¡¿Dónde estás, vieja inútil?!
Ana llegó enseguida, la cofia caída sobre su pelo grasiento y canoso y con expresión asustada.
-Creo que he roto aguas- informó Maryse, cada vez más excitada, respirando con ansia, como si el aire no llegase a sus pulmones.
Unos minutos más tardes, el médico del pueblo se inclinaba sobre ella, pidiéndole que respirase con tranquilidad y empujase con fuerza, mientras ella, tendida en la cama de su cuarto, apretaba la mano de su madre.
Intenso era el dolor que le deformaba el precioso y pálido rostro y largas le parecieron las horas de parto de aquel odioso crío, que en cuanto naciera sería llevado a un orfanato, lejos de su vista. Suspiró hondo cuando la pesadilla terminó. El sudor recorría su cara y casi desfallecida, miró a su hijo que yacía en brazos del médico.
Ajeno a todo, con los ojos cerrados y las manitas agarradas a los dedos del médico. Su llanto se extendía en la habitación, provocando la ira de su madre que aun débil, se incorporó en la cama y aceptó a cojerlo en brazos.
-¿Cómo lo llamarás, hija?- preguntó Elena, madre de Maryse.
-No se merece un nombre- respondió ella, sintiéndo el poco peso del niño en sus brazos, que había dejado de llorar y dormitaba tranquilo.
-Pero, cariño...
-Está bien- la interrumpió, ahora pensando un nombre para su desgracia viviente- Se llamará Caín, para que la furia de Dios caiga sobre él para siempre.
No hubo objeciones ni protestas ante la decisión de Maryse West. Caín sería el nombre del chico odiado. Del hijo nunca deseado. De una persona que no debería estar viva.